Tiamat, Áditi, Venus, Dana, Ishtar, Astarté, Isis, Tellus, Gea, Gaia, Pachamama, Cibeles, Afrodita, María Magdalena etc etc son distintos nombres para la misma deidad femenina que la humanidad ha venido usando para personificar a la Gran Madre Tierra, nuestro planeta, independientemente de que algunos de esos nombres hayan correspondido a mujeres que existieron en vida, como es el caso de María Magdalena.
Supongo que no está de más recordar aquí que la Gran Madre no es ni mucho menos una gran roca esférica orbitando alrededor del sol, sino un Ser Inteligente y plenamente consciente de su existencia. La gran Madre está VIVA, es guardiana de todo lo que sobre ella habita y rige todo lo que en ella sucede. Nuestra existencia está ineludiblemente vinculada a este planeta a nivel físico, químico, emocional, mental, espiritual, energético y todos los niveles que uno pueda imaginarse. Parece mentira que aún sabiendo ese grado de importancia de nuestra unión y dependencia de la Madre Tierra hayamos decidido vivir dándole la espalda… casi por completo. He aquí un atisbo de esperanza.
No me canso de repetirlo. En la naturaleza están todas las respuestas y todo cuanto necesitamos saber y encontrar para vivir felices.

Es tal su abundancia en bienes y sabiduría que lo único que necesitamos son ojos para ver y corazón para sentir cómo nos habla. Hay que regresar a ella, recuperar el contacto próximo y de forma más trascendental que superficial. Debemos sensibilizarnos con su presencia, su energía y su irrebatible y contundente voluntad; entender sus mensajes, conectar con su sabiduría, fluir con su movimientos, reflexionar con su poder de creación, su equilibrio y con su destrucción.

Debemos observar y aprender de sus ritmos, sus modelos y sus ejemplos para incorporarlos a nuestro día a día, a nuestro sistema, a nuestro mundo. O mejor dicho…. olvidemos nuestro mundo y los modelos claramente insostenibles que hemos creado y hagamos algo que hace mucho, mucho tiempo dejamos de hacer. Recuperar el orden natural de las cosas, de nuestras relaciones y de nuestra existencia para vivir en armonía con la Gran Madre, con el cosmos y con nosotros mismos. He aquí la auténtica Divina Trinidad.
Estar en la naturaleza o estar con la naturaleza.
Una gran diferencia.
Este pequeño manifiesto pretende ser una invitación y un consejo para que regresemos a la Madre Tierra.
Regresemos cuanto antes a caminar por los bosques, por las orillas del mar, por las riberas de los ríos, por las laderas de las montañas. Pero hagámoslo sin prisa, sin marcas que batir o sin destinos inamovibles a los que llegar.
Regresemos para sentirnos mejor, para respirar aire puro, para hacer ejercicio, para sanarnos o para ver un bonito paisaje. Aprovechemos para jugar con la familia, para reír con los amigos, para encontrar lugares increíbles, para probar sus frutos, para beber agua natural, para mancharnos las manos de tierra o para oler las hojas de los árboles. Regresemos para sentirnos solitarios en el desierto, humildes en la montaña, extasiados en el inmenso océano o arropados en lo profundo del bosque. Regresemos para ‘cabalgar’ una cresta de montañas, para sentir el viento empujar nuestro cuerpo, las ramas del arbusto acariciar nuestra piel o la hierba del prado acolchar nuestro asiento. Regresemos para abrazar un gran árbol, una poderosa roca y una brisa cargada de aromas florales. Regresemos a caminar descalzos sobre la hierba, sobre la arena, sobre las hojas secas, la tierra húmeda, los guijarros resbaladizos o sobre una rugosa roca de granito. Regresemos para imaginar formas con las nubes, para escuchar el rugido de las olas, el crujido de las ramas secas en la hoguera o el poderoso martillo de Thor lanzando uno de sus rayos. Regresemos a observar el movimiento de las cosas y a disfrutar de la quietud de un lugar. Regresemos de una vez a reencontrarnos con el ciervo, el águila, la jineta o el escarabajo; también con el olivo, el roble, el brezo o el musgo fresco. Reconozcamos los santuarios naturales y los seres sabios que los habitan, nos observan y los protegen. Aprendamos a pedir permiso a escuchar su respuesta y sobre todo a dar las gracias, que casi nunca las damos. Regresemos con el único objetivo de ESTAR AHÍ y… ya veremos lo que pasa, lo que vemos, lo que sentimos…
¡Por Dios, dejémonos sorprender!

En esa actitud, en ese talante tan difícil de conseguir hoy en día, está la clave de todo porque favorecemos a que nuestro contacto con la naturaleza no sea tan mental y pueda ser más experiencial. Es decir dejar de analizar y comparar los resultados de tu experiencia para pasar a disfrutar de la percepción de la misma. El objetivo es estar con ella, con su compañía y con todo lo que la naturaleza signifique para ti. Cuanto más tiempo logres estar con ella antes empezarán a ocurrirte cosas increíbles…
…pronto empezarás entenderla y te apetecerá seguir explorando esa nueva amistad. Pronto empezarás a darte cuenta que estás poco a poco cambiando la idea que tienes a cerca de la vida, de ti mismo y de tu papel en ella. Pronto aprenderás, o mejor dicho, recodarás cosas que nunca antes hubieras imaginado que sabías. Los bloqueos emocionales, las heridas del pasado, el estrés mental y las dolencias físicas más comunes se acaban disipando después de largas estancias en su compañía. Sólo por el simple hecho de estar ahí y observar una raíz, un valle, la forma de una roca o el comportamiento de unas aves te llegarán respuestas a preguntas que aún no has sabido abordar, soluciones creativas que sorprenderán a más de uno o ideas brillantes para aplicar en tu vida y ayudarte a ser más feliz. Al profundizar en tu sentido existencial es bastante probable que descubras cuál es tu misión en esta vida, que no es poco ¿verdad?
Sé que suena mágico el decirlo y te aseguro que ciertamente lo es. La naturaleza está llena de magia, como la vida misma, y su vibración se propaga hasta nosotros, nos acoge y nos influye de maneras imprevisibles y sorprendentes.
¿A qué estamos esperando?